jueves, 7 de abril de 2016

Salvando a quien nos da la vida




2100. Londres. El Támesis cubre parcialmente el parlamento de la capital británica, que se lamenta de haber sido reconstruido tras el incendio en 1834, cuando pensaba que la mano de aquellos que lo erigían solemne y magnífico de nuevo no podrían estropear así su obra maestra, cuando pensaba que tanta incongruencia no cabía en las mentes y en las manos de las personas.
Bombay, mismo año. Turistas pasean cercanos a La Puerta de La India, por unos alrededores que impiden acercarse a ella, pues ha quedado cubierta, prácticamente desaparecida por culpa del agua.  Los soldados indios muertos en la Primera Guerra Mundial y las Guerras Afganas de 1919 en honor de quiénes se construyó lloran en sus tumbas, más sus lágrimas se confunden con el agua que también las domina, las subyuga de nuevo.
Lo mismo pasa en Shanghai.  Y en Nueva York. Y en la ciudad sudafricana de Durban. Siento decepcionar a los lectores que pensaban que estaban comenzando una novela, una historia corta quizás, de aventura fantástica.
Estaban, simplemente, siendo los privilegiados que pueden ver el futuro.


¿El futuro? Si quieres entender por qué lee el texto completo:

SALVANDO A QUIEN NOS DA LA VIDA

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